viernes, 10 de abril de 2020

Sábado Santo o de Gloria, 11 de abril

¡Familia, buenos días! ¿Qué, qué tal va todo?


¡Son las cinco de la mañana! 


Y vosotros pensaréis que se me ha ido la cabeza, con esto del confinamiento. ¡Pues no! He vuelto, en estas semanas, a mi horario de estudiante. ¿Vosotros sabéis el silencio que se escucha a estas horas, y lo clara que tiene uno la mente? Esto lo descubrí hace muchos años, sí, cuando tenía que sacar buenas notas. Todo se ve mucho más fácil y la concentración es increíble; el tiempo se aprovecha al máximo (aunque ahora nos sobre).

Para cuando vosotros os hayáis levantado, ya tengo yo publicada la clase del día, y esto es importante por varias razones:

Porque así puedo dejar reposar lo que escribo un día y una noche. Esto que ahora mismo estoy escribiendo lo recibiréis vosotros mañana. Termino a las nueve de hacerlo, y cada dos por tres me doy una vuelta para ver si encuentro algo que no me cuadre. Doy un último repaso, y lo publico a las nueve y media. De esta manera me meto presión a mí mismo, porque sé que algunos lo leéis ya por la noche (lo veo en el contador de visitas), y en cuanto me levanto, antes de las cinco, lo reviso de nuevo después de haberlo dejado descansar. Ahora lo miro con ojos de alumno y en un formato distinto al que yo lo he escrito. Y tengo que volver a cambiar ideas que creo que no han quedado claras Por eso, el que me haya leído por la noche sabe que cambio algunas cosillas. Y ya por fin, le doy a publicar de forma definitiva.

La segunda, porque así puedo estar acompañando a los míos, ahora que todos necesitamos permanecer juntos: animándonos los unos a los otros e intentando restarle importancia a esta crisis, a nivel mundial, que nos ha tocado vivir. Si no lo hiciera así, debería encerrarme yo solo de nueve a dos para trabajar, y en esas horas no podría estar con ellos. Hay que saber jugar con el tiempo y con las horas.

Nada más levantarme, me gusta sentarme un rato en el porche para escuchar los sonidos de la noche: algún mochuelo, un perro lejano que no para de ladrar y algún que otro gato en celo. Por lo demás, todo es de un silencio infinito.

Me pongo a trabajar, y solo hago un pequeño descanso antes de que amanezca, cuando a punto están de aparecer las primeras claras. Me siento de nuevo en el porche a disfrutar del espectáculo que ofrece la naturaleza con la luz, y la algarabía de los pájaros anunciado la llegada del nuevo día (el primero que se escucha es el de las mirlas y, ya poco a poco se van incorporando los demás). Si nunca lo habéis presenciado, os lo recomiendo; es tan bonito o más que una bella puesta de sol.

¡No, no os preocupéis, que no estoy loco aún!


En vez de hablar tanto de "Platero y yo", hoy os voy a poner un capítulo corto (todos lo son) de mi buen amigo Juan Ramón Jiménez. En él se habla de que no nos debe importar lo que los demás opinen de uno, y más sin conocernos. Su mente sigue contemplándolo todo con unos ojos que solo ven la belleza.

Todos, y digo todos, alguna vez hemos hablado con un animal; ¿o no habéis sacado a pasear al perro y le hemos dicho algunas palabras? Pues el autor, escribió un libro sobre las charlas, más bien monólogos, que mantenía con su burro. El libro es mucho más complejo de lo que la gente piensa. No, no es un libro infantil, ni es tan fácil de entender. Pero lo tengo que dejar aquí. para retomarlo en la escuela, allí os lo demostraré.


El Loco



Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.

Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas. Corren detrás de nosotros. Chillando largamente:

—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!

...Delante “está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos—¡tan lejos de mis oídos! —se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte...

Y quedan. allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente entrecortados, jadeantes, aburridos:

—¡El lo...co! ¡El lo...co!

 ¡No me digáis que no es una maravilla!


Un día, le estaba contando un hijo a su madre lo que hizo ayer con su amigo:


- Íbamos yo y Nacho...
- ¡No!, hijo, íbamos Nacho y yo.
- ¿Cómo? Entonces, ¿yo no iba?


¡Venga, a disfrutar del sábado! Un abrazo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario